No
soy un niño para que me hables con rodeos.
Llamaron
a la puerta y saliste sin hacer ruido.
Allí
estuviste un buen rato.
Acaso
pensaste que no me enteraría.
Te
entregaron algo.
Lo
sé.
Habíamos
quedado en que no volverías a las andadas.
Me
prometiste que lo dejarías. Incluso me hiciste creer que así lo habías hecho.
Estás
perdida en ese torbellino de desorden existencial y me quieres arrastrar a él
porque temes tu soledad.
No
lo conseguirás.
Estoy
dispuesto a hacerle frente.
No
soy ningún niño.
Sé
que me la juego, y no quiero.
He
visto caer a muchos y no pienso ser uno de ellos.
Me
voy.
La
calle será mejor que estar aquí perdiendo lo poco que queda de esta familia.
Me
llevo a la Mari, no quiero que siga viviendo tu desorden y violencia.
Nos
vamos.
Nos
están esperando.
Jano
ha venido por nosotros.
Él
nos ha buscado techo.
Allí
te quedas.
¡Despierta!
Un chico delgado y desnutrido, llevando de la mano a una
niña, sale de la casa con la amargura lacrada en el rostro.
Es recibido por un adulto que le introduce en un coche.
Desde una ventana una mujer rota, en alarido reclama al
aire que vuelvan sus hijos.
Nadie la atiende.
Cae sobre el suelo regándolo con un charco de sangre.
Se ha golpeado en la sien con el canto roto de la
encimera.
Todo es desorden.
Vecinos y vecinas se acercan y entran. La puerta está
abierta.
Avisan.
No tarda mucho en llegar un servicio de urgencia.
Se la llevan.
No para de llamar a sus niños.
Llora desconsolada.
La curarán y atenderán, pero pronto tendrá que hacer
frente a su realidad.
Caer y recaer es lo habitual, si nadie te atiende y
cuida.
El rechazo te aísla.
En la casa de acogida, un muchacho y una niña se abrazan
y miran al techo.
El mundo que les rodea es frío y transparente.