lunes, 25 de junio de 2018

Recuerdos

Recuerdos

Un trozo de espejo en la pared de la cocina. Espacio que quedó relegado y nombrado como el de la cocina vieja, contrapuesto al de la nueva. En él se cambiaba mi padre, desprendiéndose de su traje de luces, señales de su trabajo diario con nuestras vacas y otros animales. Las “güeñas de vaca”.
Allí nos pasábamos tiempo de domingo, con mis dos amigas adolescentes, maquillando nuestros párpados con sombras y luces, y poniendo rímel a unas pestañas que levantábamos con artilugio. Y peinábamos nuestras melenas nuevas. Éramos jóvenes y aprendíamos ese lenguaje falso de embellecerse. Uñas y labios sonrosados. Primeros zapatos alzados y faltas de pliegues o campana, por encima de las rodillas. Nuestras cinturas entre torso y cadera, de envidiables medidas. No eran tiempos de tallas, porque vestíamos ropa a medida. En mi caso, hecha por mi madre y por mí.
Reíamos. Éramos felices. Nos soñábamos mujeres.
Salíamos a la calle confiadas. No imaginábamos lobos al acecho. Vivir en un entorno de reconocimiento y proximidad nos daba seguridad. Éramos buenas chicas. Íbamos al baile, a esperar a algún chico que nos sacara a bailar, sin repetir pieza con ninguno, y en muchos casos con algún conocido. Nos encantaba bailar. 

Esas amigas me las presentaron. Una sobrina de mis tías. Eran sus vecinas.